Luego de los atentados del 11 de setiembre del 2001, George Bush pronunció la célebre frase: “Cualquier nación, en cualquier lugar, tiene ahora que tomar una decisión: o están con nosotros o están con el terrorismo”. Y entonces las marionetas globales empezaron a danzar buscando terroristas. No hubo ningún lugar que se librara de ser analizado, recorrido, descubierto, revuelto, socavado. Y fueron terroristas los que protestaban por falta de salarios dignos, los que bloqueaban caminos, los que desfilaban ante las embajadas, los que escribían pidiendo justicia, los que cantaban denunciando al opresor.
Y en la escuela se enseñó quiénes eran terroristas, y en los hogares los padres repitieron a sus hijos quiénes eran terroristas, y en la Universidad se explicó quiénes lo eran. Y así se creó una perversa ideologización, y los mafiosos de siempre denunciaron a los líderes cocaleros, a los dirigentes sindicales, a los maestros huelguistas, a los estudiantes universitarios como terroristas. Y nuestra sociedad se convirtió en un maizal donde había terroristas como mala hierba. Y los terroristas estatales respiraron felices, pues se cumplía lo que Giovanni Papini había dicho: el mayor triunfo del diablo es lograr que nadie crea en él. Y nadie creyó que los mayores terroristas eran los propios Estados, y vieron en cada esquina a los pobres como terroristas, cuando esos mismos pobres estaban aterrados por la pala estatal que sembraba el miedo y la desesperación.
Y este terrorismo fue el más despiadado carnicero contra los que consideraba sus enemigos. Y así como el ladrón se oculta corriendo tras el ladrón, gritando: ¡atrapen al ladrón!, así los terroristas estatales y paraestatales gruñían, echando fuego por las narices de sus metrallas: ¡atrapen a los terroristas, atrápenlos y mátenlos!
Y los medios, en una orgiástica red planetaria, se convirtieron en el instrumento perfecto para ideologizar a las masas de todos los países, y los Estados se convirtieron en los terroristas ocultos. E hicieron olvidar su larga marcha sangrienta en América, desde Estados Unidos, hasta el último país latinoamericano. Y nadie se acordó ya de los escuadrones de la muerte en Brasil, de la triple A en Argentina, de la DINA en Chile, del Comando Rodrigo Franco en el Perú. Y todos se olvidaron de Stroessner en Paraguay, de Duvalier en Haití, de Videla, Galtieri y Massera en Argentina, de Tacho y Tachito Somoza en Nicaragua, de Pinochet en Chile, de Banzer y García Meza en Bolivia, de Castelo Franco en Brasil, de Napoleón Duarte en El Salvador y de Fujimori en el Perú.
Y entonces, ¿de qué terrorismo nos hablan los detentadores del poder? ¿Qué es, finalmente, el terrorismo? Max Weber dijo que el Estado tiene el monopolio de la coacción, pero no dijo que ese mismo Estado aterrorizara a su población con métodos salvajes de tortura, amedrentamiento, desapariciones y muerte. Porque hay terrorismo cuando el Estado utiliza todo su aparato de poder contra los ciudadanos, quienes, finalmente, se sienten desamparados frente a esa maquinaria infernal.
El terrorismo es un fenómeno amplio y complejo que no puede reducirse a quienes derriban puentes, edificios o aviones. ¿Acaso no fueron terroristas los que dirigieron la Operación Cóndor, en la cual participaron los gobiernos de Argentina, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Chile y el Perú, coordinando acciones entre sí y con la CIA para producir miles de muertos y desaparecidos? ¿Y la división de servicios técnicos de la agencia norteamericana no suministró equipos de tortura y ofreció asesoramiento sobre el grado de shock que el cuerpo humano puede resistir, repitiendo los experimentos de los camaleros hitlerianos? ¿Y no aterrorizó Estados Unidos en las guerras contra Afganistán e Irak? ¿Y no fue el terrorista mayor al arrojar las bombas en Hiroshima y Nagasaki?
Es necesario, pues, develar este ocultamiento sagaz e infame de los amos globales y su parentela subdesarrollada. No hacerlo, es cobarde complicidad.
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