domingo, 19 de julio de 2009

Hambre

"Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo", dijo el sacerdote, y todos respondimos: "Señor, yo no soy digno que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme". Dos veces más repitió el celebrante las mismas palabras e igualmente salmodiamos.
Un copón reluciente concentraba en su dorso de oro las imágenes de los asistentes y de las paredes adornadas. Se veían grotescos rostros con los ojos semiabiertos recibiendo la hostia, y muchos cuellos, unos gordos y otros flacos, moviéndose con ridiculez. Las luces peleaban con sus lanzas por toda la nave. A los costados del altar principal colgaban de la pared, junto a las imágenes tristes de los santos, grandes corazones de plata y un sinnúmero de figuras hechas de cualquier manera. Capas bordadas con hilos de oro, coronas de piedras preciosas y vestimentas relucientes cubrían literalmente las tristes imágenes.
El sacerdote seguía repartiendo la hostia a los comulgantes. No podía concentrarme, la gran cantidad de gente amontonada por recibir el Cuerpo de Cristo me desconcertaba. Había de toda clase, pero los primeros asientos estaban totalmente ocupados por gente bien vestida, hombres y mujeres. A los costados, uno que otro haraposo se persignaba tres veces y con suma timidez se alejaba cuando alguno de los primeros iba a comulgar.
El copón aún mostraba gran cantidad de hostias. Parecía por la parte superior un curioso pan de molde, de dorso escamoso, blanco, tierno. No cabía duda: era un exquisito pan, al que desmenuzaban para repartirlo. Sí, eso era. Si no, ¿por qué tanta gente abría su boca para comérselo? Seguramente sabía bien, pues lo paladeaban con fruición? Sí, sí? era un pan grande y exquisito.
Entre la gente elegante, uno de los haraposos, un niño, decidió enfilarse. Sus ojos, empañados como un cristal por el aliento, bailaban de temor; de expresión alocada y sucio todo el cuerpo, avanzaba silenciosamente. Movía las manos con nerviosismo; tenía la boca cerrada y fuertemente apretados los labios? Oía cada vez más cerca el "Este es el cuerpo de Cristo"? ¿Cuerpo? No, no era un cuerpo. Era pan. Claro que lo era. En todo caso el sacerdote se refería al pan, pero con otro nombre? Sí, ya se acercaba. Nadie atendía al niño: los hombres y las mujeres elegantes sólo abrían la boca y, cerrando ridículamente los ojos, caminaban, o mejor dicho, se empujaban parsimoniosamente. Nunca acabaría esa caravana. Sin embargo, la voz suave y rápida del sacerdote se escuchaba más nítida: "Este es el Cuerpo?" Cuatro hombres, tres, dos, uno?. "¡No!", grité. Entre la gente, el niño con un puñado de hostias trataba de escabullirse. Se las echó a la boca con desesperación. Los hombres elegantes recién abrieron los ojos, y golpeándose el pecho aullaban: "¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio" y luego: "¡Agárrenlo! ¡No lo dejen escapar! ¡Es un vago, un sinvergüenza, un ratero! ¡Seguramente es ateo!" El niño, como ratón en medio de felinos hambrientos, prorrumpió desesperadamente: "¡Tengo hambre, tengo hambre, tengo hambreee?!"
El sacerdote gemía en todas las imágenes de plata.

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