domingo, 25 de julio de 2010

PEDRO GAMBOA

¿Cuántos años han pasado, Pedro, desde que partiste? No lo sé exactamente. Pero sí recuerdo con claridad tu última sonrisa, tu fraterna mirada, tus palabras bondadosas, tu gesto suave y dulce…
Fue un lunes cuando me dijeron que habías muerto. La noticia me dejó en extremo herido. Corrí al colegio y todos lloraban recordando tu luminosa presencia en esos breves años: eras el primero en los estudios, en la amistad, en la disposición al servicio. Todos te querían, porque se sentían amados por ti. Y no se equivocaban: asentías con humildad y estabas pronto para extender la mano. Eras bondadoso porque nos sentíamos bien a tu lado. Nunca te lamentabas y siempre sonreías con tu mirada comprensiva, como si adivinaras nuestra ríspida orfandad o nuestro prepotente egoísmo.
Por eso, cuando me dijeron que habías fallecido, sentí que la Muerte derrotaba a la Esperanza. Y si ya tu muerte fue para mí, como para todos, una incógnita impenetrable que viene desde el principio de los tiempos, la forma cómo partiste acabó con el resto de nuestra pausada y angustiosa calma: Primero intentaste cortarte las venas, pero como la Enemiga tardaba, cogiste cables eléctricos desnudos y los pusiste en el toma corriente, y sólo resultaste golpeado, entonces bebiste sin parar – Pedro, ¿por qué?- un frasco de ácido muriático, - ¿por qué, si sólo tenías 15 años? Y tu padre escuchó tu voz definitivamente cascada y aterrado te levantó, mientras oía tu tardío ruego: “Sálvame”. Y te llevó en brazos -¿de dónde sacó la fuerza?- corriendo por la Calle Real de Cartavio hasta el hospital San Francisco, llorando, diciéndote que te amaba, que eras su niño querido, que no te mueras, y tú lo mirabas con el puente de tus lágrimas que aún te unía a la vida, sin poder hacer nada más que sentir que sí, que te amaban, que a lo mejor no supieron decírtelo a tiempo… pero que ya era tarde, Pedro…

Y nosotros, tus maestros, ¿dónde estábamos? ¿Por qué no supimos leer detrás de tus ojos grandes y tristes esa soledad que todos tenemos, pero que tú lo tenías como tu enemiga y no sabías cómo derrotarla? Por eso sólo supiste escribir en tu diario: “estoy solo”, “no me dejen”, “sálvenme”… y tus maestros, ocupados en sus menesteres, ciegos ante tu espanto de niño, ¿qué hacíamos mientras escribías esos alaridos que nadie supo ni pudo entender? ¡Oh, los afanes magisteriales, las tareas adultas, nuestra escondida soberbia, nuestro disimulado egoísmo!
Y ahora, ayer, mientras digo estas palabras frente a tu ataúd, quebrado por el llanto, con la vergüenza de nuestra impotencia ante el insondable misterio de la soledad humana, Pedro, te pido perdón por mí, por todos tus maestros, por tus padres, por tus amigos (que a lo mejor también escriben diarios), por no haber llegado a la orilla de tu desesperación, cuando caminabas perdido en el bosque, con el vaso de tu tristeza definitivamente roto.

Te debía, Pedro, después de tantos años, estas palabras. Y quiero que sepas que tu historia la repito siempre, incesante, en cada aula, frente a cada maestro, frente a cada padre. Y que tu recuerdo alimenta mi insobornable actitud de ver en cada niño alguien que es un pozo de soledad, un panal de esperanza, un hoyo de espanto, alguien que escribe un diario invisible donde pide sollozando: “Sálvenme”.


1 comentario:

Seguidores