domingo, 9 de mayo de 2010

OH KEMPIS, KEMPIS…

En la casa hacienda de Uningambal, bella tierra donde nací, mi padre solía repetir los versos de Amado Nervo: “¡Oh Kempis, Kempis, asceta yermo, /pálido asceta, qué mal me hiciste! / ¡Ha muchos años que estoy enfermo, /y es por el libro que tú escribiste!”. Y luego me decía: Lee a Kempis, no sé quién es, pero debe ser alguien muy importante.

Y era, efectivamente, alguien muy importante. Lo descubrí más tarde, muy tarde tal vez, en el Seminario de San Carlos y San Marcelo, donde estudié algunos años: un gastado ejemplar de la “Imitación de Cristo”: Allí, fascinado, leí sus terribles páginas iniciales: vanidad de vanidades, todo es vanidad. Y el eco de la voz lejana de mi padre brotaba mientras leía: ”¡Oh Kempis, antes de leerte amaba/la luz, las vegas, el mar Océano; /mas tú dijiste que todo acaba,/que todo muere, que todo es vano!”.

El monje Tomás de Kempis, místico alemán del siglo XV, cuyo libro tiene más de 3 000 ediciones, siendo a la fecha, probablemente, el más editado después de la Biblia, ha influido en la literatura y en la vida cristiana durante siglos. Algunos piensan que es muy austero, pero otros, alaban su luminosa teología ascético-mística: “Vanidad es, pues, buscar riquezas perecederas y esperar en ellas. También es vanidad desear honras y ensalzarse vanamente. Vanidad es seguir el apetito de la carne y desear aquello por donde después te sea necesario ser castigado gravemente. Vanidad es desear larga vida y no cuidar que sea buena. Vanidad es mirar solamente a esta presente vida y no prever lo venidero. Vanidad es amar lo que tan presto pasa: y no buscar con solicitud el gozo perdurable”.

Todo es vanidad, pues: la fama, la riqueza, los honores, los placeres, la vanagloria. El autor místico repetía la sabiduría del Eclesiastés, pero en el tono del monje las palabras del escritor viejotestamentario resonaban con el sonido de una piedra que cae en un profundo pozo, sonido inapelable que era, en verdad, la sabiduría que desollaba la vana ilusión de que todo permanece y que aferrarse a lo transitorio no es sino locura, pero no la sabia, sino la loca, la que va tras lo caduco y lo perecedero, oh pálido asceta, qué mal me hiciste: “Antes, llevado de mis antojos, /besé los labios que al beso invitan,/las rubias trenzas, los grandes ojos,/¡sin acordarme que se marchitan!”

Oh Kempis, Kempis, al revisar nuevamente tus páginas y tus palabras, pétreas, inconmovibles, ásperas, y tu tenaz sabiduría que discurre como agua inacabable, sorda, subterránea, pronta a brotar como un capullo de fuego, veo la manada de ricos que van tras la vana riqueza, olvidando que “el hombre pasa como las naves, / como las nubes, como las sombras”.

Ese aullido místico, que rasga la niebla del tiempo, exclamando que la vida pasa como una sombra, que todo es vano y nada permanece, ¿tiene algo que decirnos a los hombres del siglo XXI, tan exhaustos y agitados?, ¿algo a los soberbios capitalistas que acumulan riquezas sin mirar el dolor de las innúmeras madres que cargan sin esperanza sus huérfanos moribundos?

Es necesario repetir, a esos sepulcros blanqueados, lo que Kempis dijo a su hermano, quien, lleno de riquezas y fatuidad, le mostraba la magnificencia de su palacio. El humilde monje, muy impresionado por lo que había visto, dijo, sin embargo, a su necio hermano - en realidad estaba hablando a los pervertidos avaros de todos los tiempos - : Todo es muy bello, sólo le falta una puerta a tu palacio. ¿Cuál? - le respondió el ciego-, dime en qué lugar debe estar esa puerta e inmediatamente la construiré. Kempis, iluminado, le susurró: La puerta por donde un día te sacarán muerto.

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