Me parece verlo llegar de viaje, abrazando el alba. Me parece escuchar sus pasos madrugadores, en la casa vecina, mientras suena la llave en la puerta de su pequeño estudio: Un escritorio curvo y varios estantes llenos de libros, donde pasó tantos años de su fructífera vida.
Lo visité muchas veces y siempre me recibió con su amplia sonrisa y su amabilidad a flor de alegría, porque era un hombre alegre y jamás lo vi sombrío ni triste, o tal vez su tristeza la guardaba para sí, no para sus amigos.
Me parece verlo saludar con un gesto siempre fraternal y cálido, y que una vez más riega su jardín, mientras poda sus pequeñas plantas y mira complacido las vacilantes florecillas mecidas por el viento. O verlo, me parece, jugar con “Randy”, su enorme perro pastor, animalillo noble que me enseñaba los dientes en un gesto de fingida ferocidad, y que ahora olisquea lastimeramente los rincones de la casa.
Era, don Florencio, un metódico y tenaz investigador. Escribía diariamente, en aquellos años, usando su paciente máquina, cuyo tecleo horadaba la suave, bostezante niebla de la madrugada. Fue un sabio consejero, un magistrado sin mancha, en un país donde la corrupción es pan de cada día; donde, en una década infame, los magistrados se postraron, abyectos, ante el poder canallesco que envileció al país y desangró nuestra fe en la justicia y en quienes debieron ejercerla con equidad en vez de prostituirla como lo hicieron.
Fue un notable penalista, teórico reconocido y saludado unánimemente por la comunidad jurídica del Perú y de muchos países latinoamericanos. El Consejo Nacional de la Magistratura, del cual fue preclaro integrante, señaló, en el justo homenaje que le tributó, que había “dado muestra cabal de su respeto por la democracia y su anhelo de fortalecer el sistema de justicia con reconocida probidad, constituyendo un ejemplo a numerosas generaciones de estudiantes y profesionales del Derecho, habiendo brindado su aporte valioso a la cultura jurídica de nuestro país”.
En la Sodoma y Gomorra jurídica de nuestra patria, ¿cuántos hombres honrados hay? ¿De cuántos jueces y magistrados se puede decir lo mismo? ¿Cuántos tienen reconocida probidad? ¿Dónde están los que respetan y construyen la democracia? ¿Dónde los que sirven de ejemplo a numerosas generaciones de estudiantes y profesionales del Derecho? Habría que llamar nuevamente a Diógenes para que los busque con una linterna en pleno día.
Murió, don Florencio, como vivió: silenciosa, humildemente. No en clínicas lujosas, sino en una cama del sistema de salud peruano, tan mezquino con los pobres. Resignado ante lo inexorable, en su última hora pidió un sacerdote. ¿De qué hablaron? El insondable misterio de la muerte, en esa confesión, en esas palabras dichas con la certeza de estar hablando con el infinito que se avecina, que puede ser el Todo o que puede ser la Nada. ¿Presienten los que van a morir el secreto de lo impenetrable? ¿O presienten no que van a morir sino que van a vivir? Porque los modos de vida son infinitos en el infinito universo. ¿No habrá otra forma de vida después de ésta, transitoria y transida de refulgentes oquedades? Florencio, el hombre probo y generoso, ahora lo sabe, pero no podemos escucharle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario