lunes, 18 de mayo de 2009

Feyerabend y el otro conocimiento

Las reflexiones de Feyerabend en Tratado contra el método, dejando de lado sus excesos, son un hálito refrescante en el opresivo peso de la fetichización de la ciencia. En efecto, su alegato a considerar la ciencia como un mito más, su llamado a la libertad de elegir la clase de educación y las teorías científicas que se deben recibir, así como su categórica convicción de no considerar a la ciencia como la única fuente de conocimiento verdadero, nos libera de una serie de dogmas, actitudes y reglamentaciones que son un peso muerto que impide la audacia, la imaginación y la creatividad.

Mentalidades positivistas y "científicas" desdeñan, por ejemplo, el otro sendero del conocimiento: las medicinas alternativas, las otras alimentaciones, las investigaciones parapsicológicas, las experiencias chamánicas, la brujería, los diversos tipos de yoga, el vudú, la cosmobiología (moderna astrología), los caminos desconcertantes con sus grandes y profundas fulguraciones de las experiencias místicas - a las cuales, junto con las experiencias ascéticas, Foucault denominó las Tecnologías del yo, que examinó con brillantez aunque con ciertas limitaciones; es decir, todos aquellos caminos no hollados por la mentalidad racionalista, realidades que son una fuente permanente e inagotable de verdadero conocimiento, cuya existencia lo anunciaron y lo defendieron los viejos alquimistas, los khabalistas, los constructores de las catedrales medievales, los maestros de la hatha, jnana y bakthi yoga, los chamanes andinos, los brujos y los curanderos marginados, anematizados y olvidados.

Esta recuperación del otro sendero del conocimiento es una contribución excepcional de Feyerabend a la epistemología contemporánea, aun cuando no fue el primero en hacerlo. Pawlews y Bergier en la década del 70 conmocionaron al mundo académico con su excepcional El retorno de los brujos, libro al cual muy pronto condenaron los serios miembros de la Sociedad Racionalista de Francia, por considerarlo anticientífico, entre otras calificaciones.

Pero esta línea de reconocimiento tiene una tradición muy larga. ¿No dijo Aristóteles que la poesía era más filosófica que la misma historia? ¿Y tal vez hemos olvidado la tradición hermética que viene desde el mítico Hermes Trimegisto, pasando por los alquimistas medievales, hasta Fulcanelli, cuyo Los misterios de las catedrales es una verdadera revelación o develación de los mensajes y conocimientos que poseen las catedrales de París, como la de Notre Dame? ¿Y qué decir de Serge Raynaud de la Ferriere, cuyos libros Grandes Mensajes y Yug, Yoga, Yoghismo, son una síntesis del conocimiento oriental y occidental?

Por eso, Feyerabend tiene toda la razón cuando afirma que "En todos los tiempos el hombre ha inspeccionado su contorno con los ojos bien abiertos y una inteligencia fecunda, en todos los tiempos ha hecho descubrimientos increíbles, y en todos los tiempos podemos aprender de sus ideas".
Esta firme convicción, ¿no quiebra vertebralmente la sardónica y autosuficiente risilla de aquellos que ex cátedra condenan a la Edad Media como la oscura edad de la historia? Bastaría leer El nombre de la rosa de Umberto Eco, brillantísima novela que queriéndolo o sin querer reivindica la profundidad y la agónica inquietud medieval, aun entre los miasmas horrorosas de la Inquisición.

Y si volvemos una vez más la mirada hacia el arte y la literatura, nos deslumbramos, no digamos ya con las tragedias griegas y con la dramaturgia shakesperiana, o con las oceánicas (en extensión y profundidad) novelas de Balzac, Tolstoy o Dostoievsky, las mismas que enseñan, porque conocen a su modo, mucho más que largos, sesudos y aburridos tratados de sociología o de historia.

Y por eso, el conocimiento que alcanza la poesía, o la mística, o el arte en general, son verdadero conocimiento. ¿No hemos caminado con las iluminaciones de Poe, Lovecraft, Verne, Asimov, Bradbury, o con los relámpagos poéticos de Frost, Baudelaire, Whitman, Vallejo y otros que sería largo enumerar?

Que el arte conoce a su modo, tampoco es una originalidad en Feyerabend, pues la concepción del arte como conocimiento tiene una larga data, empezando por Aristóteles, pasando por Hegel, Marx, Lukacs, Sánchez Vásquez, Fischer, Gadamer y otros filósofos contemporáneos del arte. Pero el modo de conocimiento del arte no es un modo "científico" de conocer, pues ¿por qué repetir dos modos para un mismo objetivo? El arte conoce de una manera específica, y ese conocimiento es un modo de conocer humano, pues el árbol que ve Van Gogh, o los girasoles que pintó, no son los mismos que mira, observa, clasifica o describe un botánico.

De este modo, Feyerabend, a quien pasamos por alto sus excesos, como ése en donde plantea que la verdad de la ciencia puede alcanzarse a través del voto, Feyerabend, decimos y reiteramos, nos sacude y nos provoca. Y esa es su más alta calidad de anarquista, de libérrimo subversivo, que pone el bozal a los bravíos canes racionalistas, quienes pretenden hacer del hombre fundamentalmente un ente racional, cuando la voluntad, el amor o la pasión, esas zonas quizá no grises, pero sí ardientes, moldean, acrisolan y fraguan tal vez más perdurablemente que la sola racionalidad.

No quiero concluir con una actitud anticientífica, pues ello sería otra mutilación, sino considero se debe converger en este mar del conocimiento, transitorio y relativo, pero siempre cada vez más profundo de la realidad. Y no diría, finalmente, como el poeta, que todos los ríos van a dar a la mar que es el morir, sino que todos los ríos van a dar a la mar que es el saber: múltiple, polifacético, insólito y deslumbrante como es el vivir.

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