domingo, 26 de abril de 2009

Humildad y soberbia

La oración humilde y perseverante es el camino. Sin humildad no hay camino ni sabiduría. O el camino es la muerte. La soberbia es el camino de la muerte. Por la soberbia padecemos, no con el dolor que es liberación, sino anegamiento. Por la soberbia no reconocemos nuestra naditud, no lo que somos, que somos, sino nuestra radical dependencia, nuestro gratuito origen, no de nosotros mismos, sino de un don que no se niega por lo natural y que se afirma negándose.
Entonces por la soberbia sólo negamos y sólo afirmamos. Negamos nuestra gratuidad y afirmamos nuestra realeza. Separadamente. Causa-efecto, primero lo uno y después lo otro, indiferentemente. Es lo mismo. Por la soberbia hacemos padecer humillando a través de nuestra vanidad, hija muy querida de aquélla. Convertimos al otro en objeto de nuestra presunción, que es humo y ceniza. Levantamos en nosotros ídolos de oro, que son yesca que alumbra y abriga nuestro vacuo esplendor. Porque todo pasará, como la yerba seca, hasta el relumbrante y macizo oro.
Por la soberbia, a través de la vanidad (oh prostituta), no vemos la muerte que medra en nosotros. Y su diente insaciable no sentimos que roe nuestra vana belleza o nuestra opulenta salud, porque nos instalamos en esos dones transitorios y fugaces, como si fueran propios e inacabables, y por eso al final no amamos ni la belleza ni la salud, pues nos llenamos de afeites, de carnes y de vinos, para aumentar aquéllas, que se convierten en nuestros tesoros y los defendemos acreciéndolos.
Y entonces sufrimos cuando la vejez y la enfermedad nos abaten a cada instante, no sabiendo que son otros dones transitorios que no debemos amar o instalarnos en ellos. La soberbia nos impide ver. No vemos la claridad del amanecer bañada por la lluvia, ni el rocío o la ardiente sequedad vemos, menos la noche fría, suave o atormentada de estrellas. No los vemos porque trastocamos: la noche es día y el día es noche. Y trastocamos porque podemos hacerlo. Y el poder es soberbia.
Y entonces o lo uno o lo otro; y no entendemos que lo uno es lo otro, en uno, pero asumiendo que la noche es noche, el día, día; y que en el día vive la noche y en la noche vive el día. No lo comprendemos así, más bien disgregamos. Y esa es nuestra gélida congoja: No vemos la Unidad, ni la veremos jamás, mientras dancemos al compás de las melifluas estrofillas que cantan los perversos coros de esa innombrable babel en que hemos convertido a nuestro corazón.

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